¿POR QUÉ UN ABORDAJE GRUPAL?
Una invitación a habitar lo colectivo como lugar de transformación
En muchos espacios terapéuticos, institucionales o comunitarios, se insiste en la escucha del otro, en la importancia de la palabra, en la necesidad de “hablar lo que duele”. Pero, ¿qué ocurre cuando las palabras no alcanzan, cuando lo que duele está más allá del lenguaje, más allá de lo decible? A veces, lo que urge no es hablar, sino poner el cuerpo a narrar. No en soledad, sino en colectivo.
El abordaje grupal ofrece un territorio donde se tienen las condiciones para que esto ocurra. No solo por la posibilidad de compartir experiencias, sino porque en ese compartir se activa una dimensión transformadora que difícilmente se alcanza en lo individual. Al poner algo propio en escena, al exponer lo que a veces apenas entendemos de nosotras mismas, generamos un eco que resuena en las otras personas del grupo. Y esa resonancia no solo refleja aquello que no hemos podido ver en nosotras, sino que también nos moviliza.
En este sentido, el grupo no es solo un conjunto de personas reunidas con un fin común. Es también una mente colectiva, como lo planteaba Bion. Una red de afectos, pulsiones, identificaciones y resistencias que, sin planearlo, actúa, reacciona, siente y transforma. A veces, alguien en el grupo dramatiza una escena, y sin saberlo, despierta en otra una emoción anclada en algún lugar lejano en el tiempo. Ocurre algo que no estaba en el guion, pero que toca profundamente. Como si el grupo, de forma casi mágica, “sintiera en conjunto”.
Este sentir colectivo es lo que permite que el grupo opere como un espejo emocional. Un espejo que no solo devuelve una imagen de lo que somos, sino que la deforma, la amplía, la confronta y, con suerte, la transforma. No se trata simplemente de hablar de las emociones, sino de vivirlas con otras personas. De mirar(se) desde afuera, de habitar otras perspectivas, de ensayar nuevas formas de estar en el mundo.
En el psicodrama, por ejemplo, este fenómeno se encarna con fuerza: lo que en lo individual puede permanecer reprimido o negado, en el grupo encuentra una vía para salir, para volverse visible y, con ello, modificable. Es ahí donde se abre la posibilidad de que el psiquismo individual se desplace, se desacomode, se reorganice. Y eso no ocurre por obra del terapeuta o de una técnica, sino por la implicación de todo el grupo.
Participar de un grupo no es solo asistir, es involucrarse, es exponerse a que algo nos afecte y nos modifique. Es un acto de confianza, pero también de valentía. Porque en el juego grupal se desnudan miedos, deseos, heridas, mandatos. Porque se hace evidente que muchas de nuestras luchas no son tan individuales como creíamos: compartimos historias, estructuras, violencias. Y compartimos también el deseo de transformación.
Y es que en estos espacios donde lo común se hace cuerpo, también puede empezar a disolverse la ilusión de que nuestros malestares son fallos individuales. Desde la mirada grupal, comprendemos que muchas veces esos malestares son producto de dinámicas sociales, institucionales y culturales que se repiten, que se nos meten dentro, que nos organizan incluso sin que nos demos cuenta.
Frente a eso, el grupo no es solo un recurso. Es una apuesta. Una forma de resistencia. Un espacio donde se habilita lo que afuera suele estar censurado: el error, la duda, el llanto, la ternura, la rabia. Donde el cuerpo puede decir lo que la palabra no alcanza a nombrar. Donde el silencio, a veces, también habla.
Así, el abordaje grupal se vuelve un modo de hacerle frente a lo que nos duele. No para resolverlo mágicamente, sino para alojarlo, compartirlo, y transformarlo. JUNTAS.